Fraternidad y amistad social - RSSB Satsangs & Composiciones

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Fraternidad y amistad social

Este ensayo se compone de extractos de la Carta encíclica “Fratelli Tutti” (Todos los hermanos), de 92 páginas, escrita por el Papa Francisco y publicada en octubre de 2020, basada en las enseñanzas de San Francisco de Asís, el homónimo del Papa. En su carta, el Papa Francisco quiere promover las enseñanzas de San Francisco que fomentan una aspiración universal a la fraternidad y la amistad social. La carta fue escrita durante la pandemia de covid-19, que, según revela el Papa, "estalló inesperadamente" mientras escribía esta carta. Señala que la emergencia sanitaria mundial ha ayudado a demostrar que "nadie puede enfrentarse a la vida en el aislamiento", y que ha llegado el momento de vivir juntos como una "única familia humana" en la que "todos somos hermanos y hermanas". La carta completa de “Fratelli Tutti” se puede encontrar en línea a través de una búsqueda en Google o en el sitio web del Vaticano: www.vatican.va

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De los muchos consejos que San Francisco de Asís ofrecía para dirigirse a todos los hermanos y hermanas sobre cómo vivir sus vidas, destaca uno donde invita a un amor que va más allá de las barreras de la geografía y del espacio. A su manera simple y directa, San Francisco expresó lo esencial de una fraternidad abierta que permite reconocer, valorar y amar a cada persona, más allá de la proximidad física, más allá del lugar del universo donde ha nacido o donde habita.

Hay un episodio en la vida de San Francisco que nos muestra su corazón sin confines, capaz de ir más allá de las distancias de procedencia, nacionalidad, color o religión. Fue su visita al sultán Malik-el-Kamil, en Egipto, la que significó para él un gran esfuerzo debido a su pobreza, a los pocos recursos que tenía, a la distancia y a las diferencias de idioma, cultura y religión. Este viaje, en aquel momento histórico marcado por las cruzadas, mostraba aún más la grandeza del amor tan amplio que sentía, deseoso de abrazar a todos. La fidelidad a su Señor era proporcional a su amor por sus hermanos y hermanas. Sin preocuparse por las dificultades y peligros, San Francisco fue al encuentro del sultán con la misma actitud que inculcaba a sus discípulos: que sin negar su identidad, cuando fueran “entre sarracenos y otros infieles”, “que no promovieran disputas ni controversias, sino que fueran humildes ante toda humana criatura por el amor de Dios”.

En aquel contexto era una recomendación extraordinaria. Nos impresiona que ochocientos años atrás, San Francisco invitara a evitar toda forma de hostilidad o conflicto y también a vivir un humilde y fraterno “sometimiento”, incluso ante quienes no compartían su fe. Sin embargo, Francisco fue capaz de acoger la verdadera paz en su corazón y liberarse del deseo de ejercer el poder sobre los demás. Se convirtió en uno de los pobres y procuró vivir en armonía con todos.

Asimismo, cuando estaba redactando esta carta, irrumpió de manera inesperada la pandemia de covid-19 que dejó al descubierto nuestras falsas seguridades. Más allá de las diversas respuestas que dieron los distintos países, se evidenció la incapacidad de actuar conjuntamente. A pesar de estar hiperconectados, existía una fragmentación que hacía más difícil resolver los problemas que nos afectan a todos. Si alguien cree que solo se trataba de hacer funcionar mejor lo que ya hacíamos, o que el único mensaje es que debemos mejorar los sistemas y las reglas ya existentes, está negando la realidad.

Deseo que al reconocer la dignidad de cada persona humana, podamos contribuir al renacimiento de una aspiración universal a la fraternidad. La fraternidad entre todos los hombres y mujeres. He aquí que tenemos un hermoso secreto para soñar y hacer de nuestra vida una maravillosa aventura. Nadie puede enfrentar la vida en aislamiento. Necesitamos una comunidad que nos apoye y ayude, en la que nos ayudemos unos a otros a mirar hacia adelante. ¡Qué importante es soñar juntos!

Durante décadas parecía que el mundo había aprendido de tantas guerras y fracasos, y se dirigía lentamente hacia diversas formas de integración. Europa, después de siglos de guerras libradas en el continente, ha previsto una “Unión Europea” con un futuro basado en la capacidad de trabajar juntos para salvar las divisiones y favorecer la paz y la fraternidad entre todos los pueblos de este continente.

Sin embargo, estos días muestran signos de cierta regresión. Conflictos antiguos que se creían enterrados hace tiempo estallan de nuevo, mientras que los casos de un nacionalismo miope, extremista, resentido y agresivo van en aumento. En algunos países, un concepto de unidad popular y nacional influido por diversas ideologías crea nuevas formas de egoísmo y una pérdida del sentido social enmascarados bajo una defensa de los intereses nacionales. Una vez más se nos recuerda que cada nueva generación debe asumir las luchas y los logros de las generaciones anteriores, y al mismo tiempo llevarlas a metas aún más altas. Este es el camino. El bien, como también el amor, la justicia y la solidaridad, no se alcanzan de una vez por todas; tienen que realizarse cada día. No es posible conformarse con lo que se ha logrado en el pasado y disfrutarlo tranquilamente, como si pudiéramos de alguna manera ignorar el hecho de que muchos de nuestros hermanos y hermanas todavía soportan situaciones que exigen nuestra atención. Expresión de actitudes viciosas que pensábamos que habían pasado hace mucho tiempo, como el racismo, que se esconde solo para resurgir una y otra vez. Los casos de racismo continúan avergonzándonos demostrando así que nuestro supuesto progreso social no es tan real o definitivo como pensamos.

Una tragedia mundial como la pandemia de covid-19 ha reavivado durante un tiempo la consciencia de que somos una comunidad global que navega en un mismo barco, donde los problemas de una persona son los problemas de todos. Una vez más nos dimos cuenta de que nadie se salva solo, que únicamente es posible salvarse juntos. En medio de esta tormenta, ha caído la fachada de esos estereotipos con los que camuflábamos nuestros egos, siempre preocupados por las apariencias, dejando al descubierto una vez más la ineludible y bendita consciencia de que somos parte de los demás, de que somos hermanos y hermanas unos de otros. El dolor, la incertidumbre y el temor, así como la consciencia de nuestras propias limitaciones que la pandemia ha despertado, han recalcado lo urgente que es replantearnos nuestros estilos de vida, nuestras relaciones, la organización de nuestras sociedades y, sobre todo, el sentido de nuestra existencia.

Si todo está conectado, es difícil imaginar que este desastre global no esté vinculado a nuestra forma de abordar la realidad, nuestra afirmación de ser dueños absolutos de nuestras propias vidas y de todo lo que existe. No quiero hablar de retribución divina, ni bastaría con decir que el daño que hacemos a la naturaleza es en sí mismo el castigo por nuestras ofensas. El mundo mismo está gritando en rebelión.

Pero muy pronto olvidamos las lecciones de la historia: “el maestro de la vida”. Una vez que esta crisis de salud pase, nuestra peor respuesta sería sumergirnos aún más profundamente en el consumismo febril y en nuevas formas de autoconservación egoísta. Si Dios quiere, después de todo esto, ya no pensaremos en términos de “ellos” y “aquellos” sino solo en “nosotros”. Ojalá que esto no sea otra tragedia de la historia de la que no hemos aprendido nada. Si tan solo esta inmensa pena no resultara inútil, sino que nos permitiera dar un paso adelante hacia un nuevo estilo de vida. Si pudiéramos redescubrir de una vez por todas que nos necesitamos unos a otros, y que de esta manera nuestra familia humana pueda experimentar un renacimiento, con todos sus rostros, todas sus manos y todas sus voces, más allá de los muros que hemos erigido.

Curiosamente, mientras que las actitudes cerradas e intolerantes hacia los demás van en aumento, las distancias se reducen o desaparecen hasta el punto de que el derecho a la intimidad apenas existe. Todo se ha convertido en una especie de espectáculo para ser examinado e inspeccionado, y la vida de las personas está ahora bajo constante vigilancia. La comunicación digital quiere sacar todo a la luz; la vida de las personas se peina, se deja al descubierto y se exhibe, a menudo de forma anónima. El respeto por los demás se desintegra, e incluso cuando rechazamos, no hacemos caso o mantenemos a los demás distantes, podemos mirar descaradamente cada detalle de sus vidas. La conectividad digital no es suficiente para construir puentes. No es capaz de unir a la humanidad, sino que tiende a disfrazar y expandir el mismo individualismo que se expresa en la xenofobia y en el desprecio por los vulnerables.

La capacidad de sentarse y escuchar a los demás, típica de los encuentros interpersonales, es paradigmática de la actitud de acogida que muestran quienes trascienden el narcisismo y aceptan a los demás, cuidándolos y acogiéndolos en sus vidas. Sin embargo, el mundo actual es en gran medida un "mundo sordo", a veces; el ritmo frenético del mundo moderno nos impide escuchar atentamente lo que otra persona dice. No debemos perder nuestra capacidad de "escuchar". San Francisco escuchó la voz de Dios, escuchó la voz de los pobres, escuchó la voz de los enfermos y escuchó la voz de la naturaleza. Hizo de ellos una forma de vida.

Juntos, podemos buscar la verdad en el diálogo, en la conversación relajada o en el debate apasionado. El aluvión de información que tenemos a nuestro alcance no nos brinda una mayor sabiduría. La sabiduría no nace de búsquedas rápidas en Internet ni es una masa de datos no verificados. Esa no es la forma de crecer en el encuentro con la verdad. Las conversaciones solo giran en torno a los últimos datos; se vuelven meramente horizontales y acumulativas. No logramos mantener nuestra atención enfocada, penetrar en el corazón de los asuntos y reconocer lo que es esencial para dar sentido a nuestras vidas. La libertad se convierte así en una ilusión que nos venden y que se confunde fácilmente con la facultad de navegar por Internet. El proceso de construcción de la fraternidad, ya sea local o universal, solo se puede llevar a cabo por espíritus libres y abiertos a encuentros auténticos.

Dios continúa sembrando abundantes semillas de bondad en nuestra familia humana. La reciente pandemia nos permitió reconocer y apreciar una vez más a todos aquellos que nos rodean y que, en medio del miedo, respondieron poniendo sus vidas en peligro. Empezamos a darnos cuenta de que nuestras vidas están entrelazadas y sostenidas por personas comunes que valientemente dan forma a los acontecimientos decisivos de nuestra historia compartida: médicos, enfermeras, farmacéuticos, tenderos y trabajadores de supermercados, personal de limpieza, cuidadores, trabajadores del transporte, hombres y mujeres que trabajan para prestar servicios esenciales y para la seguridad pública, voluntarios, sacerdotes y líderes religiosos. Comprendieron que nadie se salva solo.

Invito a todos a una esperanza renovada, porque la esperanza nos habla de algo profundamente arraigado en el corazón de cada ser humano, independientemente de nuestras circunstancias y condicionamientos históricos. La esperanza nos habla de una sed, una aspiración, el anhelo de una vida plena, el deseo de lograr grandes cosas, cosas que llenan nuestro corazón y elevan nuestro espíritu a realidades elevadas como la verdad, la bondad y la belleza, la justicia y el amor. La esperanza es audaz; puede mirar más allá de la comodidad personal, las pequeñas seguridades y compensaciones que limitan nuestro horizonte, y puede abrirnos a grandes ideales que hacen que la vida sea más bella y merezca la pena. Continuemos, pues, avanzando por los caminos de la esperanza.

El antiguo mandamiento de "amar al prójimo como a sí mismo" (Levítico 19:18) se entendía normalmente como referido a los conciudadanos, pero las fronteras se expandieron gradualmente, especialmente en el judaísmo que se desarrolló fuera de la tierra de Israel. Nos encontramos con el mandamiento de no hacer a los demás lo que no querrías que te hicieran a ti (cf. Tobías 4:15). En el primer siglo antes de Cristo, el rabino Hillel declaró: "Esta es toda la Torá. Todo lo demás es un comentario". El deseo de imitar la propia forma de actuar de Dios gradualmente reemplazó la tendencia de pensar solo en los más cercanos a nosotros: "La compasión del hombre es para su prójimo, pero la compasión del Señor es para todos los seres vivos".

Cada día se nos ofrece una nueva oportunidad, una nueva posibilidad. No debemos esperar todo de los que nos gobiernan, porque eso sería infantil. Tenemos el espacio que necesitamos para la corresponsabilidad en la creación y puesta en marcha de nuevos procesos y cambios. Tomemos parte activa en la renovación y el apoyo de nuestras sociedades en problemas. Hoy tenemos una gran oportunidad de expresar nuestro sentido innato de fraternidad, de ser "buenos samaritanos" que soportan el dolor de los problemas de los demás en lugar de fomentar un mayor odio y resentimiento.

En lo profundo de cada corazón, el amor crea lazos y expande la existencia, porque atrae a la gente fuera de sí misma y hacia los demás. Como fuimos creados para el amor, en cada uno de nosotros parece operar "una ley de éxtasis": "el amante 'va más allá' de sí mismo para encontrar una existencia más plena en el otro". Por esta razón, "el hombre siempre tiene que aceptar el reto de ir más allá de sí mismo". Nuestras relaciones, si son sanas y auténticas, nos abren a otros que nos expanden y enriquecen. Hoy en día, nuestros más nobles instintos sociales pueden ser fácilmente frustrados por "charlas" egocéntricas que solo dan la impresión de ser relaciones profundas. La estatura espiritual de la vida de una persona se mide por el amor, que al final sigue siendo el criterio para la decisión definitiva sobre el valor o la falta de valor de una vida humana.

Para amar de verdad debemos ser capaces de perdonar de verdad. Aquellos que perdonan de verdad no necesariamente olvidan. En cambio, eligen no ceder a la misma fuerza destructiva que les causó tanto sufrimiento. Rompen el círculo vicioso; detienen el avance de las fuerzas de destrucción. El perdón libre y sincero es algo noble, un reflejo de la propia e infinita capacidad de Dios para perdonar. No podemos experimentar a Dios a menos que experimentemos el amor, porque Dios es Amor.