Adictos a nosotros mismos
Un adicto es alguien que cree que solo puede funcionar si dispone de un suministro regular de la sustancia o la actividad a la que es adicto. Si se le niega ese suministro, entra en un estado de profundo dolor agravado por una enfermedad debida a los síntomas físicos de abstinencia. De modo parecido, cuando se nos niegan nuestros `apegos´, tenemos síntomas de abstinencia y sufrimos el mismo profundo dolor. De hecho, creemos que no podemos funcionar sin ellos o que incluso dejaremos de existir.
La palabra proviene del latín y literalmente significa “hablado por”, pero `adicción´ ha llegado a significar mucho más. Los místicos hablan de nuestros `apegos’ (attachments), una palabra del francés antiguo, atachier, que significa abrochar o fijar. La palabra `adicción´ conlleva un potente sentido de compulsión y dependencia física, que de algún modo falta cuando usamos el término `apego´, pero en realidad son la misma cosa. Tal vez cualquier diferencia aparente radica en el hecho de que `adicción´ solo ha significado una `relación compulsiva con una sustancia o actividad´ durante unos 250 años aproximadamente, y por lo tanto tiene la urgencia de un malestar recién descubierto.
Pero no es algo reciente: el ser humano siempre ha sido adicto a aquellos componentes de los mundos físico y mental con los que intenta construir su ser mundano. Somos adictos de la misma manera que un drogadicto es adicto a la heroína. ¿Cuáles son estos componentes? Son la sustancia misma de nuestro ser mundano: nuestras relaciones en toda su complejidad; nuestras posesiones de todas las maneras que nos poseen; nuestras ambiciones, esperanzas, frustraciones, fantasías, lujurias y miedos, de todas las formas en que habitan nuestros pensamientos y sueños cuando estamos despiertos y dormidos; nuestros gustos y opiniones, especialmente aquellos que tenemos sobre nosotros mismos.
Muchos de los soldados enviados a luchar en la guerra de Vietnam se hicieron adictos a la heroína. Era fácil de obtener y adormecía el dolor por luchar en una guerra que parecía carecer de sentido para muchos. Cuando los americanos salieron de allí y volvieron a casa, muchos de los nuevos soldados adictos descubrieron que el rápido y profundo cambio en su entorno les permitía simplemente dejar de consumir heroína sin un síndrome de abstinencia serio o crisis. Su relación adictiva con la droga dio un vuelco con la vuelta a casa. Lo mismo ocurre con los aprendices de místico: en cuanto seamos capaces de volver a casa, nuestros apegos individuales dejan de tener tal control sobre nosotros.
Como nos dicen los místicos, podemos evitar que la mente dedique cualquier energía a la historia de nuestra adicción, anhelando cosas del espacio y el tiempo. Descubrimos que podemos “decir simplemente que no”. Podemos volvernos hacia dentro. Donde hay una cura.
Los materiales que usamos en nuestros vanos intentos para construir una personalidad sólida son los apegos a los que fijamos nuestra existencia mundana, los asuntos que defendemos con coraje cuando se critican. Debido a que estos componentes son los propios ladrillos y el cemento que usamos cuando intentamos construir nuestro “yo”, llegamos a considerarlos como nuestra propia vida. Nos aferramos a ellos del mismo modo que alguien que se ahoga se aferra a una balsa salvavidas, o un adicto a su droga.
Un adicto es muy parecido a un esclavo. Sus actos están completamente determinados por su dependencia al igual que las acciones del esclavo por su dueño. Los místicos nos dicen que somos esclavos de los sentidos; pero ¿cómo podemos ser esclavos de un fenómeno tan intangible, los sentidos? ¿Cómo puedo ser esclavo de mi sentido del tacto, por ejemplo, o de de la vista, o de mi oído?
Porque son nuestros sentidos los que crean la dualidad en la que nuestra esclavitud expresa sus sentimientos. La dualidad dice que estoy “yo” en una mano, y la experiencia del mundo en que yo vivo en la otra. Todo lo que no es “yo” es un enorme y terrible mar de acontecimientos. Un adicto cree que solo puede permanecer a flote en ese mar si tiene sus posesiones; de lo contrario se ahogará.
Baba Ji nos dice que podemos desprendernos de todas nuestras posesiones simplemente descubriendo la realidad dentro de nosotros, dándonos cuenta de ella. Nos insta a ser objetivos, no subjetivos, a descubrir cómo evitar reaccionar a lo que nos ocurre. Quiere que nos liberemos de nuestra adición a lo que percibimos (a través de nuestros sentidos) que ocurre. No solo nuestros sentidos nos dicen lo que está, aparentemente, pasando, sino que además nuestras mentes nos indican cómo interpretar lo que pensamos que sucede. Este evento es algo “bueno” y eso me hace feliz, mientras que aquello es algo “malo” y me llena de miedo. Seguimos y seguimos esforzándonos por “entender” lo que nos dicen nuestros sentidos y reaccionando a esas conclusiones. Nuestro yo y todas sus turbulentas ilusiones están completamente bajo la esclavitud de lo que nuestros sentidos parecen decirnos; somos los esclavos de esta aparente realidad.
La palabra clave aquí es “aparente”. Si nosotros, o más bien, cuando experimentamos la realidad divina que es Dios internamente, entonces somos libres. No hay “apariencia” en la realidad que el maestro quiere que experimentemos. Está mas allá del espacio y del tiempo y está dentro de nosotros.
Como somos animales de costumbres, cada una de nuestras percepciones y reacciones posteriores nos hace percibir el mundo de la misma manera que la última vez que nos encontramos en una situación similar.
El carácter, la forma en que respondemos a lo que pensamos que es real, es un hábito. El yo, el conductor de nuestras limusinas de viaje en el tiempo es la memoria. Recordamos, aunque sea vagamente, cómo nos convertimos en lo que somos. Cuanto más deprimidos o asustados estamos, más cosas vemos para deprimirnos y asustarnos, lo que nos hace estar aun más deprimidos y asustados. Nos acostumbramos: nos convencemos de que el mundo es como nuestra personalidad lo percibe. Nos agarramos, como el alga a una roca, a estas percepciones determinantes.
Soy lo que tengo, lo que debo, y lo que recuerdo. ¿Si pierdo lo que tengo, quién o qué soy entonces? Siempre estamos buscando algo que nos permita tener la impresión de que existimos. Esto está en la raíz de por qué los maestros nos animan a meditar, a hacernos uno con el Shabad, para poder morir para vivir. Cuando perdemos todo, ¿no somos nada, o somos uno con Dios y por tanto todo? Lo asombroso de este proceso místico es que al morir así, y solo por esta muerte, somos capaces de vivir de una manera que hace que nuestras vidas anteriores parezcan la muerte. Morimos para vivir de forma que podemos vivir de verdad; no solo existir, esperando morir, con miedo de que la historia que hemos estado tejiendo simplemente se detenga.
Mientras no hayamos retirado nuestra conciencia en nuestra meditación soltando completamente todo lo que pensábamos o imaginábamos o esperábamos que fuéramos nosotros, seguiremos siendo adictos a esas posesiones, fantasías, miedos, enfados y lujurias. La forma de dejar el hábito de nuestro yo es volver nuestra atención al núcleo del amor, el Shabad, para sustituirlo por la sombra de nuestro yo. Nuestro maestro-doctor nos da el tratamiento de la adicción que trae esta recuperación. Es recordar estar aquí, en el centro, y la práctica de observar y escuchar lo que está aquí. Este tratamiento se llama simran, dhyan y bhajan.