Relación del alma con el Padre
Si una persona es sincera y honesta en su devoción, y quiere realmente adorar al Señor verdadero, entonces la responsabilidad de ponerla en el sendero es del mismo Señor. Finalmente, será conducida hasta un maestro vivo y, al recibir la iniciación de él, seguirá el sendero de la realización de Dios.
Luz sobre San Juan
La relación del alma con el Padre es de amor. ¿Qué es el amor? Fundirnos en otro ser, perder nuestra propia identidad y convertirnos en otro ser: eso es amor. En última instancia, el alma tiene que fundirse de nuevo en el Padre, tiene que convertirse en el Padre y perder su propia identidad. Por eso, Cristo dijo: Dios es amor. Es un amor que se caracteriza por el hecho de que tú ya no existes, solo existe el Señor. Eso es amor. Cuando estamos apegados a rostros mundanos, a objetos mundanos, ¿dónde hay lugar para el amor al Padre? La mente es la misma. No puede estar apegada a tanta gente. Cristo dijo en la Biblia: Si amas a tu padre y a tu madre más que a mí, no eres digno de mí. Ser digno de mí significa ser digno de convertirte en mí. A menos que te conviertas en mí, no puedes convertirte en Dios. No podemos amar a Dios porque no lo hemos visto. ¿Cómo podemos amar a alguien a quien nunca hemos visto, cuándo no sabemos qué aspecto tiene, dónde vive, si tiene o no tiene rostro?
Amamos a los rostros y objetos del mundo. Compartimos la misma sangre con nuestros hermanos, con nuestras madres, con nuestras hermanas. Tenemos relación con nuestros cónyuges, con nuestros amigos. Amamos nuestras propiedades, que hemos adquirido con el dinero que tanto nos ha costado ganar. Amamos nuestras religiones porque hemos nacido en el seno de esas tradiciones. Sin embargo, ¿cómo podemos amar al Padre a quien nunca hemos visto, a quien nunca hemos conocido y cuando no sabemos cómo es?
El amor mundano nos atraerá de vuelta a su mismo nivel. Únicamente el amor por el Padre puede llevarnos de vuelta al nivel del Padre. Así pues, los santos nos explican que cuando el Padre quiere sacarnos de esta creación y atraernos a su propio nivel, envía a sus hijos a nuestro nivel y nos marca o nos asigna a ese místico, a uno de sus hijos. En el momento en que nos sentimos atraídos por la compañía de un místico o santo al que vemos y conocemos, en el que tenemos fe, de quien aprendemos amor y devoción porque nos habla del Padre, entonces el instinto natural de nuestra alma es volver al Padre. Cristo dijo: Yo y mi Padre somos uno. ¿Por qué dice esto? Si me amas, amarás al Padre; si amas la ola, amarás el océano. Pues la ola no puede estar separada del océano. Podemos ver la ola, pero no el océano. De modo que dice: Si me amas, si me has visto, has visto al Padre. Si venís a mí y yo hacia vosotros al final vendréis al Padre, pues él y yo somos uno; no hay diferencia alguna entre nosotros.
De modo que el Padre genera su propio amor en nosotros por medio de sus hijos, por medio de los místicos. Y los místicos nos ponen en contacto con el Shabad o Nam interior, mediante el cual eliminan nuestros apegos a esta creación y nos unen al Padre. Ellos no necesitan nuestro amor. Solo hacen que nuestro amor y fe se fortalezcan de tal modo que podamos apegarnos al Shabad o Nam interior. Seguimos sus consejos, seguimos sus pasos y sus enseñanzas para podernos retirar de los sentidos y así unirnos a la divina melodía, Shabad o Nam interior.
Este amor por el Shabad o Nam interior es tan puro y superior que automáticamente nos olvidamos del amor mundano, de las caras y objetos del mundo. Así es la naturaleza de la mente. Si encontramos algo mucho más hermoso, automáticamente nos apartamos de las cosas a las que estamos apegados. Este apego superior nos desapega de las personas y objetos de este mundo. Así pues, los místicos, con la ayuda del Shabad o Nam, nos desapegan de toda la creación y nos apegan interiormente al Shabad, al Padre divino para siempre. Esta es la ley divina, la ley cósmica que él ha creado y diseñado, mediante la cual nos atrae a su nivel desde esta creación. Solo él puede llevarnos de vuelta a su propio nivel.
Generalmente suelo explicar que si no tenemos hambre, aunque tengamos ante nosotros el plato más delicioso, no lo probaremos. Y si tenemos hambre y no hay comida en el plato, entonces no tenemos nada que comer. Pero si hay comida en el plato y también tenemos hambre, nuestras manos se dirigen automáticamente a la boca y empezamos a comer. No está en nuestras manos que haya comida en el plato ni tener hambre y sed. Él nos proporciona el alimento, así como el hambre y la sed, y nosotros comemos y bebemos por su gracia, a fin de satisfacer nuestra hambre y sed por el Padre. Todo está en sus manos. Él se adora a sí mismo a través nuestro y nos lleva hacia él.
Perspectivas espirituales, vol. I