Vicios y virtudes
No podemos ver a la virtud sin amarla, ni amarla sin ser felices.
Fenelón
De acuerdo con los místicos, Dios es la conciencia original de la cual todo se origina. Acercarse a Dios requiere de alguna manera ir desnudando nuestra propia conciencia, para que finalmente podamos conocerla en su estado más puro. Dado que nosotros en realidad somos esa conciencia, la experiencia espiritual es la de la conciencia conociéndose a sí misma. A esto se refiere el aforismo griego de “Conócete a ti mismo”. Esa experiencia de autoconocimiento o autorrealización conduce también a la realización de Dios como la conciencia suprema. Entonces, para tener la experiencia de esa realidad máxima, se requiere tener una conciencia limpia. Desde esta perspectiva una virtud es cualquier hábito que purifica la conciencia, que la mantiene en paz, o que nos acerca incluso a estados más elevados de conciencia. Por otro lado, un vicio es todo hábito que pone nuestra conciencia en conflicto, que la oscurece, ya sea por dañar de alguna manera a nuestro propio ser, o a otros seres de este mundo.
Habitamos un planeta rebosante de vida en el cual todo está interrelacionado y sujeto a la inercia de acción y reacción. A su vez, nuestros hábitos mentales determinan nuestra relación con el mundo y con sus seres. En El libro de Mirdad leemos:
En la Tierra estás permanentemente acompañado de los seres y cosas que la habitan, y de la misma manera que participas en sus vidas y muertes, ellos lo hacen en la tuya. El ser humano tiene una cuenta con cada cosa y viceversa. Cuando el amor sea tu único saldo de cuentas con la Tierra, entonces la Tierra te saldará tu débito.
La experiencia espiritual conlleva la realización de la unidad del Creador con sus criaturas. Los maestros espirituales nos señalan que todo lo que existe ha emanado de Dios, así como los rayos solares provienen del sol. De igual forma los místicos nos recuerdan que todos provenimos de Dios, aunque lo hayamos olvidado. Aunque esa verdad esté, la mayoría del tiempo, relegada a la parte inconsciente de nuestra mente, no deja de ser cierta, y para nuestra alma es natural recordarla, ya que el alma también es consciencia pura. Las virtudes nos ayudan a recordar la verdad esencial de la unidad de todos los seres, mientras que los vicios nos hacen olvidarla.
En este sendero, tenemos una forma específica de acercarnos a Dios y traerlo a nuestra conciencia, que es la meditación. Por lo tanto, revisaremos también cada vicio y cada virtud en relación a la meditación.
Comencemos con la virtud que nos permite diferenciar el bien del mal, el discernimiento, también llamado sabiduría o prudencia. En la antigua Grecia, el filósofo Platón nombró las cuatro virtudes cardinales como prudencia, fortaleza, templanza y justicia. Y en los tiempos antiguos de los Vedas se describía esta virtud con la palabra sánscrita viveka. El Dr. Julian Johnson en su libro El sendero de los maestros, describe la importancia del discernimiento, o viveka, para alcanzar la moralidad necesaria para recorrer el sendero:
Para una moralidad genuina, una vida ordenada es la primera consideración y la base sobre la cual nos convertimos en discípulos. Para convertirnos en discípulos y comenzar este sendero el primer requisito es viveka. Esto significa discriminación correcta. En términos simples significa que uno debe usar toda su inteligencia adecuadamente. Debe pensar las cosas minuciosamente, sobre todo en lo referente a este sendero y a su propio interés espiritual. Nadie debe avanzar ciegamente. Se debe pensar profundamente y discriminar cuidadosamente entre lo bueno y lo menos bueno, entre lo verdadero y lo falso, lo útil y lo inútil.
Eso nos da una idea de la importancia del discernimiento para garantizar una conciencia pura. Sin embargo, también los mismos maestros nos advierten de las limitaciones del discernimiento ya que esta facultad pertenece al reino de la mente. El filósofo Tomás de Aquino consideraba la prudencia, la más importante de las cuatro virtudes cardinales, pero aún por encima del discernimiento ponía la fe, y aún más arriba, consideraba el amor como la virtud suprema. Esto se alinea con las enseñanzas de Sant Mat, que afirman que el amor es el principal medio para experimentar la unidad de Dios con todos los seres, lo cual constituye la máxima experiencia espiritual.
Pero antes de llegar a ese estado, debemos utilizar el discernimiento para reconocer y evitar ciertos obstáculos. Los maestros de este sendero han señalado los cinco vicios o perversiones de la mente que amenazan el progreso espiritual, las llamadas cinco pasiones. Es importante mencionar que originalmente son funciones normales de la mente y no constituyen un problema si se usan debidamente. De nuevo, en palabras del Dr. Julian Johnson, en el libro El sendero de los maestros leemos:
Estos cinco modos destructivos son perversiones de las facultades normales de la mente, esas mismas facultades que fueron diseñadas por el Creador para servir al ser humano pueden ser pervertidas por un mal uso y convertirse en destructivas en lugar de constructivas. Es extremadamente importante que las entendamos. Si la mente se mantiene estrictamente dentro de su campo legítimo de acción, únicamente haciendo su deber, nunca será subyugada por estos cinco procesos destructivos.
Las cinco pasiones son: lujuria, ira, codicia, apego y egoísmo. Ahora bien, parece difícil justificarlas como modos normales de acción, sin embargo, desde el punto de vista de la supervivencia en un mundo adverso, son indispensables. Y si lo pensamos de esta manera, es más fácil entender por qué todos los humanos estamos equipados con ellas. Y de hecho, están presentes también de diferentes maneras en los animales. Así que vamos a revisarlas una por una bajo esta luz de la supervivencia y de la biología para ver cuándo es una función normal y cuándo se convierte en un vicio o actitud destructiva de la conciencia, y un obstáculo en la meditación.
Para empezar, no puede haber supervivencia de una especie sin el impulso hacia la procreación, que es el motivo original de la lujuria. Sin un incentivo suficientemente fuerte para reproducirse, cualquier especie correría peligro de extinguirse, y ese es el motivo biológico básico para la existencia de la atracción sexual, entre otros mecanismos alrededor de la procreación o formación de una familia.
La naturaleza del cuerpo físico es buscar el placer y la comodidad; así es como la biología nos condiciona a actuar a favor de la vida, a través de la dualidad del placer y dolor, tanto físico como emocional. Ahora bien, si buscamos el placer como un fin en sí mismo, y lo intentamos desligar del dolor, y de su rol biológico y moral, eso puede dar lugar a todo tipo de adicciones, excesos, vicios y transgresiones, que opacan la conciencia y nos atan a sus consecuencias negativas. Para evitar caer en eso, hay que recordar que como humanos compartimos esa realidad biológica con los animales, pero también gozamos de un acceso exclusivo a otra realidad más profunda: la espiritual. Los humanos somos la única especie en la que estas funciones biológicas se pueden pervertir, pero también somos los únicos que las podemos trascender. Somos los únicos capaces de meditar, y la meditación de los maestros-Shabad nos acerca a ese reino más allá de la dualidad, a esa realidad de conciencia y gozo absoluto. Cuando empezamos a experimentar ese placer superior, se vuelve mucho más fácil dejar ir los placeres inferiores.
En ese proceso es importante desarrollar y hacer uso de la templanza, otra de las cuatro virtudes cardinales, con la que nos protegemos de todo tipo de excesos, que son el rasgo de la lujuria como perversión. La lujuria como perversión nos lleva a querer saciar apetitos ilimitados mediante recursos e instrumentos limitados, lo cual claramente es imposible. Por otro lado, los maestros-Shabad nos sugieren que en lugar de buscar el gozo mediante un exceso de estímulos, podemos encontrarlo sin necesidad de estímulo alguno, descubriéndolo como parte esencial de nuestra naturaleza espiritual, y el camino para lograrlo es mediante la templanza o moderación. Esto significa recorrer el camino medio con una actitud de gratitud y respeto hacia la vida en su estado más puro.
La siguiente pasión es la ira, que en su forma sana puede verse como el impulso por defender lo nuestro y a los nuestros de amenazas externas. En nuestro pasado primitivo, sin esta pasión hubiéramos estado indefensos ante depredadores o ataques de otras tribus. Sin embargo, en nuestra época moderna, todavía es necesaria, aunque ya con menos frecuencia, para defendernos de otra clase de injusticias, siempre y cuando sea debidamente canalizada en la forma de un diálogo asertivo, o buscando la justicia por parte de las autoridades correspondientes.
Hay que tener en cuenta que la primera víctima de la ira es siempre quien la vive dentro. Y emociones como rencor, frustración y odio son verdaderamente esclavizantes, pudiendo consumir la vida entera de quien se entrega a ellas. Si alguna vez hemos dejado salir nuestra ira en acciones destructivas hacia alguien o algo, sabemos que lo único que eso trae a la conciencia es remordimiento, y no paz. La paz verdadera solo viene de transformar esa ira en tolerancia y perdón. Por ese motivo, la ira como tal, en vez de dirigirse a objetos y personas, debe más bien enfocarse en transformar malos patrones de conducta en uno mismo, y de esta manera cobrar más bien la forma de coraje y determinación.
A continuación viene la codicia, que la podemos ver como un impulso por acumular reservas para un futuro incierto, una manera de intentar garantizar nuestro sustento. En los humanos la codicia y la sed de dominio puede llegar a niveles extremos, y antinaturales, literalmente, ya que en nuestra codicia los humanos somos capaces de devastar ecosistemas enteros, y además oprimir a muchísimos miembros de nuestra propia especie, solo por el beneficio de unos pocos.
Similar a la lujuria, la sed de poder se puede volver una adicción insaciable. Y la contradicción es la misma: es imposible saciar los infinitos deseos humanos en un planeta con recursos finitos. Como dice el proverbio nativo americano: “Cuando el último árbol sea cortado y el último río envenenado, el ser humano descubrirá que el dinero no se come”. La alternativa a ese fin trágico es moderar el deseo y la codicia mediante la virtud del contento. Esto significa apreciar y agradecer lo que sí hay, en lugar de enfocarnos en lo que falta. La disminución del deseo es un atajo a la riqueza, porque aquel que no desea nada lo tiene todo. Sin embargo, la ausencia de deseo no es un estado que se alcanza con el puro intelecto, solamente la experiencia del placer superior de la meditación nos puede dar el pleno contento.
La siguiente pasión es el apego. El apego a otros miembros de nuestra especie nos ayuda a sobrevivir. Formar núcleos familiares, e incluso comunidades en las que existen intereses comunes y cooperación, es una gran estrategia evolutiva. Además, el apego también se puede manifestar hacia objetos, lugares y actividades. Desarrollar un sentido de familiaridad y pertenencia puede facilitar la vida en este plano dando un sentido a nuestra existencia en el mundo, como si fuéramos un engranaje en una gran máquina. Sin embargo, ahí mismo está el problema con esta función, nuestros apegos pueden llegar a acaparar todo nuestro tiempo y atención, sin dejar lugar para la espiritualidad. Los humanos somos la especie con el periodo más largo de desarrollo entre nacimiento y madurez, y durante ese periodo dependemos del apego a nuestras familias para sobrevivir. Eso implica con gran frecuencia tener que sacrificar nuestra autenticidad a favor de pertenecer al grupo. Ese sacrificio se repite ya en la vida adulta, porque al alcanzar la madurez nos encontramos ya en una compleja red de responsabilidades y apegos.
Es muy difícil, si no imposible, liberarnos de esa red por nuestra cuenta. Necesitamos un apego distinto a los apegos mundanos para atraernos fuera de esta red. Los verdaderos maestros espirituales nos atan a ese algo superior mediante la meditación. Ellos mismos nos advierten de no consumir nuestras vidas llevando cargas ajenas sin darle prioridad a nuestra propia alma. Nos recuerdan que ninguna de nuestras posesiones, y ninguno de nuestros seres queridos nos acompañarán después de la muerte. En ese momento solo se nos acreditará el progreso espiritual, y si nuestra cuenta está vacía, moriremos siendo mendigos espirituales.
La última de las cinco pasiones en esta lista es el egoísmo. El ego es básicamente la facultad de la mente para generar un sentido de identidad, ocuparse de la preservación del individuo, y colocarnos como persona adecuadamente en relación a otros y al mundo que nos rodea. De nuevo, otra facultad indispensable para funcionar en este plano. Pero en su forma malsana pierde la habilidad para ver su situación en un contexto amplio y equilibrado, y le da una importancia exagerada a sus deseos y preocupaciones individuales, incluso valorando su forma particular de ver las cosas como superior a la de los demás. Podemos ver cómo esto es un gran problema en el sendero espiritual. Esa inflación del ego añade capas extra a la conciencia, en lugar de retirarlas, y esto refuerza esta ilusión de estar separados del Creador, refuerza aquello que la experiencia espiritual busca trascender. Esto sin mencionar el daño que una persona egocéntrica llega a causar al actuar bajo la creencia de que sus opiniones e intereses son más importantes que los de otros.
Bajo el influjo de esta perversión se cometen toda clase de faltas en contra del alma y la conciencia, ya que de esa ilusión de separación inflamada surgen todos los demás vicios, deseos y perversiones. Paradójicamente, los místicos nos dicen que en la raíz de todo deseo del ego hay un profundo anhelo inconsciente de liberarnos del ego mismo, de trascender esta ilusión de separación y probar de nuevo esa felicidad pura de la que provenimos.
Desafortunadamente los medios externos para buscarla no son confiables porque sus resultados son muy limitados, y esto usualmente solo lo vamos aprendiendo después de muchas penosas experiencias. Con ayuda del discernimiento, ese proceso de fracasos sucesivos usualmente ayuda a reducir el ego y desarrollar la virtud de la humildad. La humildad nos recuerda nuestros límites humanos que compartimos con todos los demás, y nos recuerda que, sin importar lo “virtuosos” que seamos, nuestra perspectiva es igual de valiosa que la de cualquier otra persona. Y sobre todo, la humildad nos ayuda a discernir que la perspectiva de Dios es infinitamente superior a nuestra perspectiva individual.
Y esta noción a su vez da paso a otra virtud muy importante en el sendero espiritual, que es la fe. La fe también ayuda a combatir el ego porque hace más fácil dejar ir el impulso por controlarlo todo, dejándolo en manos de Dios. Sobre todo ayuda a dejar ir ese impulso por perseguir el espejismo de la felicidad en el exterior, que solo nos aleja de la felicidad real. Si confiamos en que la felicidad es nuestra esencia, y no algo externo, esa misma actitud ya nos conduce a saber estar en paz con cualquier circunstancia, y a disminuir el ego, el principal obstáculo en la realización espiritual.
Los místicos nos confirman que únicamente yendo al interior, mediante el proceso de la meditación, es posible disolver el ego de manera segura y sin depender de objetos externos, hasta alcanzar de nuevo ese estado de felicidad pura y permanente. Ellos hacen la analogía de que llevar una vida moral es como limpiar el recipiente del corazón, para que pueda albergar el agua espiritual de la meditación. La meditación es la práctica de ser conscientes de la consciencia misma, y esa experiencia carece de las limitaciones de tiempo, espacio y ego, y por lo tanto hay paz.
Sin embargo, esa experiencia por sí sola es muy elusiva porque la mente tiene una fuerte tendencia a correr hacia el mundo. Aquí es donde entra la virtud suprema del amor. El amor es dulce y unificador, por eso es el principal medio para experimentar nuestra unidad con Dios, que como se indicaba al principio constituye la máxima experiencia espiritual.
El amor unifica porque, cuando es puro, nos hace perder la identidad en aquello que amamos. Igual que el deseo de felicidad, el impulso hacia el amor es una cualidad innata del humano, entonces solo es cuestión de enfocarlo en la dirección correcta. La mente ya ama los objetos del mundo, así que debemos darle un amor más grande y atractivo para que los deje ir.
En la Biblia se afirma que Dios es amor, y comprender ese amor supremo plenamente es el objetivo final de nuestro sendero. Pero en nuestro nivel, ¿cómo podemos amar a un ser sin cualidades? Incluso amar al amor mismo no tiene sentido porque, en gran medida, sigue siendo solo un concepto para nosotros. Necesitamos un puente: un ser que esté en nuestro plano de existencia, pero que a la vez haya completado el sendero del amor místico.
Un maestro espiritual vivo nos instruye en la meditación, y además se convierte en el objeto ideal de nuestra gratitud y devoción. Un místico vivo irradia esa energía cautivadora de amor divino que hace muy fácil apegarnos a sus enseñanzas. Y a pesar de que el maestro-Shabad vive en el mundo, también ha fundido su consciencia con Dios mediante la meditación en el eterno Shabad o Verbo. El Verbo, también llamado Espíritu Santo en la Biblia, resuena en el interior de todo y de todos, y también es parte de ese puente de regreso al Creador. Ese puente es la Santísima Trinidad de la Biblia, que consta del Dios padre, el hijo o maestro vivo, y el Verbo o Espíritu Santo. El maestro vivo nos conecta al Verbo, y este a su vez nos conecta a Dios. El Espíritu Santo se suele comparar con el néctar, por su dulzura. También se le nombra agua viva, ya que sostiene y conecta toda la creación, y emana del Creador mismo. El Evangelio de san Juan (7:38) dice: “El que cree en mí, de su interior correrán ríos de agua viva”. Refiriéndose a que la devoción al maestro espiritual puede conectar a ese sonido reverberante la conciencia de todo aquél que adopte su método.
La meditación de los maestros-Shabad nos pone en contacto con ese puente, y nos lleva a cruzarlo durante esta misma vida. El simran, o repetición de los nombres sagrados, realizado con devoción al maestro, controla las cinco pasiones y eleva nuestra atención al centro del ojo espiritual. A partir de ahí, nuestra consciencia entra en contacto con su esencia en la forma de Verbo o Shabad, ese sonido primordial que reverbera constantemente en el interior.
El método de los maestros-Shabad es universal porque todos los humanos contamos con conciencia, con amor y con el Verbo, y eso es todo lo necesario para practicarlo. Darnos cuenta de que la experiencia base de todo ser humano es idéntica nos acerca a esa unidad que perseguimos. Incluso durante un conflicto con alguien, si somos capaces de recordar que más allá de las diferencias superficiales compartimos la misma esencia, se vuelve más fácil resolver las diferencias.
Y esa es justamente la base del amor al prójimo: ver nuestra esencia en el otro. El amor es la revelación de que todos compartimos el mismo ser. Tratar bien al otro no necesariamente nos hace amarlo, pero amarlo sí nos lleva a tratarlo bien. Es por esto que San Agustín predicó el lema de “Ama, y haz lo que quieras”. El amor es la virtud suprema porque a partir de él, y con algo de discernimiento, se construye la moral. Y más que eso, desde la definición de virtud dada al inicio del texto como “hábito que nos acerca a Dios”, el amor es la única virtud que además de acercarnos a él, puede finalmente fundir nuestra alma de vuelta en el Uno absoluto.