La forma más elevada de amar
Discípulo: “Entonces, practicando la meditación, ¿estamos amando a Dios?”.
Maestro: “Es la demostración más elevada de amor”.
M. Charan Singh. Perspectivas espirituales, vol. II
A propósito del amor, el Papa Francisco comentó una vez en público: “En una ocasión, un chico me preguntó –saben que los chicos hacen preguntas difíciles–: ‘¿Qué hacía Dios antes de crear el mundo?’”. Y continuó diciendo: “Les aseguro que me costó responderle, pero le dije lo mismo que les digo ahora: ‘Antes de crear el mundo, Dios amaba. Porque Dios es amor. Pero era tal el amor que tenía en sí mismo –ese amor entre el Padre, el hijo y el Espíritu Santo– que, aunque no sé si esto es muy teológico, lo van a entender: era tan grande, tan desbordante ese amor, que Dios no podía ser egoísta. Tenía que salir de sí mismo para tener a alguien a quien amar fuera de sí. Y entonces Dios creó el mundo’”.
Qué forma más hermosa de explicar lo que los místicos y los santos de todas las tradiciones espirituales, en todas las épocas, han dicho: Dios es amor. Si estamos aquí, en esta creación, es por su amor. Él quiere, según el Papa Francisco, compartir su amor con nosotros. Y como seres humanos, en esta forma humana, podemos alcanzar ese amor, podemos llegar a experimentarlo interiormente a través de la meditación para así fundirnos en él.
El amor no es solo una emoción humana, es nuestra naturaleza espiritual, y venimos a este mundo con el propósito de aprender a amar como Dios nos ama. Pero ese aprendizaje no ocurre automáticamente. Es un trabajo interior, profundo y constante. El maestro nos recuerda una y otra vez que debemos trabajar para ser verdaderamente humanos, y que el camino hacia esa humanidad pasa por el amor. Un amor que no es teórico ni emocional, sino que se manifiesta con la práctica diaria de la meditación y con un esfuerzo consciente. Se trata de conseguir un enfoque interior intenso que nos ayude a eliminar las barreras que nos separan del amor divino.
Aunque el amor es nuestra esencia divina, lo hemos olvidado. Vivimos atrapados en la mente, en el ruido del mundo, en nuestras reacciones y deseos. ¿Cómo recuperar esa conexión con lo divino? Volviendo a lo más esencial: la meditación, que es la forma más elevada de amar.
Los maestros espirituales vienen al mundo para ofrecernos el método que nos permite regresar a la fuente de amor que ya habita en nosotros. Ese método se entrega a través de la iniciación. En ella, el maestro nos da la técnica para reunir la atención dispersa y dirigirla hacia el interior.
A partir de la iniciación, sabemos lo que tenemos que hacer: se nos dan todos los detalles, las pautas, la forma concreta de meditar y cómo llevar una forma de vida que apoye nuestra práctica. Pero una vez que la recibimos, el maestro no obliga. La decisión de practicar es enteramente nuestra. Y con esa libertad viene una gran responsabilidad: si elegimos seguir el sendero, debemos hacerlo con compromiso y constancia. Nadie puede meditar por nosotros. Y la promesa del maestro es clara: si hacemos nuestra parte, tenemos todo lo necesario para llegar hasta el final; hasta perder la idea de estar separados y fundirnos en el amor divino, en el amor a nuestro Creador.
Hazur Maharaj Ji dice en Perspectivas espirituales, vol. III:
El amor posee la cualidad de fundirse en otro ser, de convertirse en ese otro ser. En última instancia, perdemos nuestra propia identidad e individualidad y nos hacemos uno con el Padre. Por eso decimos que el amor es Dios y Dios es amor.
Meditar es experimentar ese amor que nos une con Dios, hasta el punto de perder nuestra identidad individual y fundirnos en la divinidad. No se trata solo de un ejercicio mental, sino de vivir conscientemente esa unión. Concentrarnos en el nombre de ese amor, en el nombre de Dios, es la forma práctica de meditar. Como dice Gurú Arjan Dev en el Adi Granth: “Medita en el Señor. Este es un mandato para tu cuerpo y alma”.
No es solo una recomendación espiritual, es una llamada para cuerpo, mente y alma. El camino no es fácil. La meditación requiere constancia, entrega, paciencia. El maestro la compara con cocinar un buen guiso: hay que preparar con cuidado cada ingrediente, sazonar con amor, y luego dejar que el fuego lentamente haga su trabajo. Así también, la mente necesita tiempo y práctica para suavizarse, para desprenderse del ego, para despertar a la gratitud y la entrega.
La meditación actúa en silencio, y muchas veces sin resultados visibles inmediatos. Pero su acción es real. Nos transforma desde dentro, como el fuego que cocina, sin ruido. Por eso, aunque no veamos avances, debemos seguir con fe.
Lo primero que hace la meditación es transformarnos en seres más compasivos y amorosos. Esa ya es una señal de avance. No nos conviene estar evaluando nuestro progreso. Lo único que está en nuestras manos es esforzarnos con sinceridad, al mismo tiempo que confiamos en que el fuego de su gracia producirá el cambio.
Este sendero necesita paciencia. Y ciertamente es fácil hablar de paciencia cuando la vida va bien. Pero cuando los vientos del karma soplan fuerte, cuando llega la incertidumbre o el dolor, es cuando más cuesta meditar. En esos momentos, todos querríamos una señal visible del maestro, una respuesta, algo que nos reconforte. Sin embargo, su instrucción es siempre la misma: Medita y no te preocupes de lo demás.
Y esa constancia, incluso cuando no sentimos nada, es una expresión de amor verdadero.
Una de las mayores bendiciones de la meditación es que nos permite vernos con claridad. A veces nos desanimamos al descubrir que seguimos reaccionando mal, que el ego, la ira o el juicio siguen presentes. Pero sin la práctica meditativa ni siquiera nos daríamos cuenta. La meditación es como un espejo, y cuanto más la practicamos, más nítidamente refleja cómo somos. Nos hace conscientes de nuestras propias faltas y debilidades, no para juzgarnos, sino para corregir el rumbo y, apoyándonos en nuestras fortalezas, seguir adelante en el sendero espiritual.
Somos iniciados en un camino espiritual en el que, al mismo tiempo que vivimos las enseñanzas, debemos lidiar con un mundo caracterizado por la actividad y el cambio constantes. El tiempo reclama nuestra energía en todo momento, hasta que llega un punto en que nos sentimos abrumados y ardemos en el fuego de la preocupación por los cuidados de nuestra existencia: he perdido mi trabajo, ¿cómo puedo pagar el alquiler?, ¿cómo puedo cuidar de mi familia? Mi marido está enfermo, se está muriendo, ¿qué haré yo cuando se haya ido?
La mente es poderosa y nos arrastra constantemente. Puede que por fuera mostremos una apariencia tranquila, pero es solo una fachada que oculta la confusión y la angustia interior en la que estamos hundidos. El miedo, la preocupación y ese sufrimiento nunca nos dejan en paz.
Y es difícil vivir de esta forma. Pero si tenemos la suerte de encontrar un maestro, un maestro verdadero que nos enseña la técnica para poder controlar la mente y nos auxilia permitiéndonos mantenernos en su compañía, en su satsang, nos daremos cuenta de que el maestro es un ser que desprende absoluta tranquilidad e inspira en nosotros una fortaleza y seguridad que no permite que nada nos abata; a pesar de las dificultades, su inspiración nos ayuda a seguir adelante y a convertir el infierno de nuestras preocupaciones en el cielo de la esperanza. Él es un ser humano que ha logrado la realización de ese amor divino. ¿Por qué no nosotros? Nosotros también podemos.
Cuando estamos en la presencia del maestro, la paz que irradia es inconfundible. Su buen humor se contagia y nos anima, y su amabilidad y compasión alcanzan hasta los corazones más duros. Conocerle es quererle; es enamorarse de él. Él representa el auténtico amor. Si encontramos un maestro verdadero, tenemos la guía viva de alguien que ha recorrido el sendero y ha conquistado su propia mente. Ese sendero no es un ideal inalcanzable; es un camino que también nosotros podemos recorrer.
El maestro nos entrega la iniciación, que es la técnica del amor divino. A través de ella, cuando meditamos, tras años de práctica, esfuerzo y perseverancia, los pensamientos se aquietan y, entonces, logramos concentrar la atención, dando comienzo al verdadero viaje interior. Allí, en el punto de encuentro entre el alma y lo divino, comprendemos que no somos cuerpo ni mente: somos alma. Jesús así lo expresa en el Evangelio según San Juan, 10:34:
¿No está escrito en vuestra ley: Yo dije, dioses sois?
Los místicos de todos los tiempos han dicho lo mismo: No somos seres humanos buscando experiencias espirituales, sino seres espirituales viviendo una experiencia humana. Pero lo olvidamos, hasta que el maestro nos lo recuerda con ternura: Tú eres un ser extraordinario. Eres la imagen de tu Creador. Somos seres espirituales extraordinarios y se nos ha dado la excepcional oportunidad de experimentar una existencia humana. La mayoría de nosotros, creemos que simplemente somos seres humanos corrientes, que nacen y mueren.
Sí, seres que nacemos, creamos relaciones, estudiamos, nos formamos profesionalmente, pasamos por la vida tratando de ser honorables y honestos, seguimos lo que nuestros padres nos enseñan. Somos buenos ciudadanos, podemos creer o no creer en Dios, y un día nos morimos. Eso es todo. Y un día, mira por dónde, empezamos a entender la realidad y vemos quiénes somos realmente, porque aparece el maestro en nuestra vida y nos dice: No, tú eres un ser extraordinario; tú eres la imagen de tu Creador. ‘Extraordinario’ significa ir más allá de lo ordinario, de lo corriente. Tener los atributos y características, la naturaleza y el poder de aquello que es mucho más grande que este ser limitado, que esta mentalidad limitada, mucho más grande de lo que jamás hemos podido imaginar.
Desde la visión de los maestros espirituales, ser extraordinarios no es solo un reconocimiento, sino una llamada a comprometernos con el camino espiritual, de modo que nuestro crecimiento interior se vuelva real y podamos convertirnos en discípulos maduros. Esta madurez se manifiesta en nuestra práctica constante de la meditación, día tras día, incluso en los periodos de sequía, y cuando estamos tan cansados que parece imposible sacar tiempo pero aun así lo hacemos. Esta perseverancia va a nuestro favor y toca profundamente el corazón del maestro: seguimos meditando, aunque protestemos o no nos guste, pero seguimos haciéndolo, porque lo que realmente cuenta no es solo la atención, sino la intención sincera con la que lo hacemos.
Soami Ji dice en el Sar bachan prosa:
Después de la iniciación en el misterio del sagrado Nam, recibida por la gracia del satgurú, se debe hacer todo lo posible por practicar y continuar desarrollando el amor y la fe por el satgurú.
Ni un ápice del tiempo dedicado a la meditación se malgasta ni se pierde, y todo lo que hacemos en el sendero de los maestros –incluso otros tipos de seva o servicio– tiene como objetivo apoyar la práctica de la meditación, facilitarla e inspirarnos a mantenerla, fortaleciendo así el vínculo de amor entre maestro y discípulo.
Nuestro propósito es claro: meditar, calmar la mente y abrirnos al amor que ya reside en nuestro interior. Con la meditación sabremos por experiencia propia que el amor es nuestra esencia más profunda, como afirman los místicos. La meditación nos guía a vivir en ese amor, disuelve las barreras de la preocupación y el ego, y nos lleva a fundirnos en la paz y la plenitud que siempre han estado presentes. De esta manera, comprendemos que meditar con sinceridad y constancia es, en sí mismo, la forma más elevada de amar y la verdadera senda para experimentar la unión con lo divino.