Hechos para volar
Un maestro verdadero vivo puede ayudarnos a conectar de nuevo conscientemente con el Shabad. El éxito depende de nuestra receptividad, práctica y compromiso.
del yo al Shabad
Dos pájaros estaban en lo alto de un árbol observando a una tortuga que intentaba trepar para alcanzar una rama. Una y otra vez, al llegar arriba, se lanzaba agitando sus patitas con todas sus fuerzas, solo para terminar cayendo pesadamente al suelo. Lo intentó una vez más, y otra, y otra, hasta que uno de los pájaros le dijo al otro: “Quizás deberíamos decirle que no es un pájaro”.
Esta pequeña historia refleja lo que nos ocurre: no somos conscientes de nuestra verdadera naturaleza. Hemos olvidado quiénes somos en realidad. Creemos que somos únicamente este cuerpo, la personalidad, los sentimientos y la mente, cuando en el fondo nuestra esencia es pura, espiritual y divina.
Por eso el Señor envía a los maestros, para recordarnos quiénes somos, dónde estamos y qué debemos hacer. Ellos nos enseñan que no pertenecemos a este mundo material; aunque insistimos en buscar aquí la felicidad, cometiendo los mismos errores una y otra vez. Somos como esa tortuga que, por más que lo intenta, no puede volar, porque su naturaleza es otra.
Los maestros vienen a mostrarnos que, en realidad, estamos hechos para volar, para elevarnos hacia el mundo espiritual. Nos invitan a dejar este pesado caparazón del cuerpo, a no seguir arrastrándonos por el barro, y a descubrir la luz que brilla dentro de nosotros, esa chispa de amor que es parte de Dios mismo.
Nuestra verdadera naturaleza espiritual es Shabad, esa energía poderosa de amor que proviene del Creador. El alma no desea nada de este mundo, solo anhela fervientemente regresar a su fuente. Y aunque no seamos conscientes, llevamos dentro ese anhelo profundo de volver al origen. Regresar no significa ir a un lugar distinto, sino cambiar la conciencia y descubrir lo que ya somos en esencia.
Hazur Maharaj Ji dice en Perspectivas espirituales, vol. I:
El alma ya está enamorada del Padre. Nosotros no tenemos que crear amor en el alma por el Padre. Ya está ahí. El alma anhela unirse al Padre. Lo que ocurre es que se ve indefensa debido a que la tendencia de la mente es hacia fuera y hacia abajo, a los sentidos. El alma, sencillamente está indefensa. No generamos amor en el alma; el alma ya está llena de amor y devoción por el Padre.
Los maestros nos explican que vivimos en un plano donde el alma no puede seguir libremente su amor por Dios, porque se ha enredado con la mente, las emociones y el ego, que la arrastran a los deseos y a las acciones de este mundo. Así es como repetimos los mismos errores, igual que la tortuga que cae una y otra vez.
El problema es que ponemos nuestra atención más en el cuerpo y en lo material que en el alma. Es como admirar el envoltorio de un regalo y olvidar su contenido, o mirar solo la portada de un libro sin leer lo que realmente está escrito dentro. Nos pasamos la vida creando un mundo ilusorio, buscando seguridad, serenidad y felicidad donde no puede encontrarse.
Estas ilusiones nos hacen creer que esta existencia material es real; nos atan con deseos y nos distraen tanto con metas mundanas, que olvidamos por completo nuestra verdadera naturaleza.
Creemos que la felicidad depende de conseguir dinero, éxito, pareja, amistades o reconocimiento y actuamos buscándolos sin descanso, pero son esos actos los que generan el apego que nos mantiene atados a esta creación. ¡Hemos llegado a tener una convicción absoluta en que si nos falta algo material no podremos ser felices, y esa creencia se convierte en nuestra realidad!
Los maestros nos recuerdan que este mundo es transitorio, y que nuestra alma está atrapada en él por los karmas y los apegos acumulados durante incontables vidas. Vienen a ayudarnos a liberarnos de esas cadenas, a mostrarnos que esta creación no es nuestro verdadero hogar y que nuestra naturaleza inmortal pertenece a Dios. Para ello nos invitan a reflexionar, porque solo cuando nos detenemos a mirar objetivamente cómo estamos viviendo, comprendemos que es necesario un cambio real.
Reflexionar no es quedarse en el lamento, sino aprender de los errores y seguir conscientemente el camino tal como el maestro lo marca, evitando tropezar siempre con el mismo obstáculo. Él insiste en que no debemos mirar hacia atrás con arrepentimiento, sino hacia adelante con la firme decisión de avanzar.
La pregunta es: ¿Qué debemos hacer para liberar al alma? La respuesta siempre es la misma: Meditar.
Los maestros enseñan que la meditación es el medio para elevarnos y experimentar la realidad inmortal de nuestro verdadero ser: el alma. Nos dicen que la práctica espiritual es el único camino para conectarnos conscientemente con el Shabad, esa corriente de amor que nos transforma y libera. A través de esta práctica soltamos poco a poco los apegos del mundo y nos enfocamos en nuestra esencia divina.
Los nombres que recibimos en la iniciación para repetir en el centro del ojo (simran) no tienen relación con nada material; son la clave para que nuestra atención se desconecte del mundo y se centre en Dios. Cada repetición del simran, aunque no entendamos plenamente su eficacia, actúa en silencio y nos transforma de manera sutil, ampliando nuestra conciencia. Los maestros nos explican que ahora no podemos comprender el proceso final, y actuamos igual que un buey que da vueltas al molino de aceite sin saber cómo se produce el aceite. En realidad, lo único que se requiere al principio es constancia, paciencia y entrega. Con el tiempo, esa práctica desarrolla en nosotros cualidades de humildad, obediencia y aceptación, y el persistente trabajo, junto al amoroso cuidado y la gracia del maestro, nos guía y nos prepara para llevarnos de regreso a Dios.
Esa transformación es invisible a nuestros ojos, pero es real interiormente. Poco a poco se produce un cambio de conciencia: el ego se va disolviendo y nos desapegamos del mundo mientras nos acercamos a la verdad del alma, del maestro y del Shabad, que en esencia son lo mismo. Deberíamos vivir siendo conscientes de que un día u otro dejaremos este plano físico y, por tanto, prepararnos para cuando llegue la muerte, pues es la única certeza de la vida. Somos solo huéspedes temporales en este mundo, y cada respiración nos acerca a la partida.
Un paciente con una grave enfermedad explicó que en lo que parecen ser nuestros últimos momentos, aprendemos a valorar lo que antes nos pasa inadvertido. De ahí, que mirando por la ventana del hospital se diera cuenta de la belleza de ese día, que podía ser él último para él. Después, viendo la foto de su familia, pensó: “Están conmigo en esta vida, pero no estarán para siempre”. La tristeza le invadió rápidamente, hasta que recordó que el amor no significa apego, y por tanto, tal como le había enseñado su maestro espiritual, debía aplicarse, durante el tiempo que le quedaba de vida, a la práctica de la meditación para poder abrazar la felicidad definitiva que proviene del espíritu y no del cuerpo o la mente.
Desde ese momento, la meditación se convirtió en su prioridad, y mirando más allá de su enfermedad física, de sus debilidades y errores pasados, se focalizó en obtener la experiencia interior y eterna del amor divino.
No debemos vivir de espaldas a los regalos que Dios nos ofrece con su creación y al amor que sentimos por sus criaturas, pero sobre todo no podemos vivir de espaldas a su amor.
¡No deberíamos desperdiciar el tiempo, pensando que disponemos de él de manera infinita! Por el contrario, la certeza de la muerte puede convertirse en un estímulo positivo para cumplir con nuestro deber espiritual. Los maestros nos llaman a despertar, a dejar de buscar donde no hay más que cambio, vacío y temporalidad, y a dirigir nuestra atención hacia el centro del ojo, donde podemos experimentar la unidad con Dios a través de la concentración. Lo que tenemos que hacer es muy sencillo: escuchar al maestro, grabar sus palabras en la mente y ponerlas en acción de todo corazón. La realización no se encuentra en el mundo, sino en nuestro interior, en la unión con el Shabad.